El filoso hierro iba saliendo, poco a poco, de su espalda, mientras la
sangre brotaba a borbotones de la herida abierta. Había sido mortalmente herido,
uno de sus pulmones había sido perforado.
La fuerza se le fue y cayó al piso, respirando agitadamente, sintiendo cómo
se ahogaba, mientras sus pulmones se llenaban de sangre.
Con la fuerza que le quedaba volteó a ver a su enemigo, quien con una
mirada triunfante lo veía tirado; era claro que gozaba, el ver cómo agonizaba.
Sólo pasaron unos minutos, antes de terminar muerto a los pies de su
asesino; quien al verlo muerto, sin el menor remordimiento, subió sus manos al
cielo, en señal de triunfo.
Uno de sus cómplices se acercó al cuerpo inerte, llevaba una daga en la
mano, sin pensarlo dos veces se agachó, rebanándole una de sus orejas, de un
tajo, toda completa; y se la entregó a quien orgulloso sonreía, como un macabro
trofeo de su salvaje hazaña.
Ambos se dieron un abrazo y empezaron a caminar, bajo una lluvia de flores
y cojines de asientos, en esa Plaza Monumental.
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