Una mujer lloraba inconsolablemente, abrazada a un hombre
que estaba acostado en una camilla, estaban en el área de emergencias de un
pequeño hospital. Ella le decía llorando cuanto lo amaba, sacudiéndolo con sus
manos, mientras sus lágrimas imparables luchaban por surcar esa cara
desfigurada por el dolor que la embargaba...
- No me dejes, no me hagas esto, te quiero con toda mi alma-
le gritaba la mujer mientras no dejaba de sacudirlo... Pero ya era muy tarde, él
ya no la escuchaba, hacía ya varios minutos que había muerto. Todos los
esfuerzos que hicieron por salvarlo de nada sirvieron. Hicieron todo por
salvarlo, pero ese accidente había desecho su cuerpo por dentro. Lo había
sufrido cuando iba camino a su casa, iba muy tomado. Se había quedado dormido
manejando, chocando en la parte de atrás de un camión que estaba estacionado a
un costado de la carretera.
La que lloraba con tanta pena era su esposa, la misma que lo
había abandonado hacia un par de meses atrás. Dejando al esposo y a sus tres
hijos.
Ella era una mujer madura, cansada como muchas, de una vida
rutinaria que era opacada por historias de aventuras, que todos los días le
platicaba una compañera de trabajo, una amiga que era veinte años más joven,
una amiga sin más compromisos, que buscar con quien salir por las noches.
La aburrida esposa escuchaba emocionada esas aventuras,
quedaba tan envuelta en esas historias, que no tardó mucho en decidirse ponerle
nuevos colores a su descolorida vida, sin importarle nadie más, que solo ella.
Una mañana simplemente tomo sus cosas cuando su esposo salió
a trabajar y abandono a la vida que llevaba en los últimos veinte años, dejando
a un dedicado esposo y a unos hijos, que como siempre pasa, nunca tienen la
culpa de nada.
La vida cambio completamente para ella desde ese día, se
dedicó a la bebida, a la coquetería. Ahora era una obsesión el buscar nuevas
aventuras cada noche, ella no era muy exigente, no tenía como serlo. La edad y
la maternidad no le permitían ser muy selectiva y no le importaba serlo, le
bastaba con que los hombres tuvieran el dinero suficiente para pagar la fiesta,
ya ella se encargaría de retribuirles con sus piernas el tiempo y dinero
invertidos en ella.
El esposo, por su parte, cayó en una fuerte depresión. No
pudo soportar que su esposa lo hubiera dejado, ya le habían llegado rumores del
nuevo estilo de vida que llevaba su cónyuge. Se perdió en la bebida, perdió su
empleo. Tuvo que dejarles a los abuelos el cuidado de sus hijos, ya no tenía la
capacidad de ver por nadie más, ni siquiera por sí mismo.
Una de esas noches, la nueva aventurera se la paso tomando
con un caballero que había conocido en una cantina, era un hombre de mediana
edad que estaba de paso por la ciudad. Ella, como siempre, iba ataviada con un
vestido entallado y escotado, tomaron, coquetearon, hasta que el calor de las
copas y del momento los obligo a buscar otro lugar más discreto.
No había tiempo para ir a un hotel, estaban lo
suficientemente tomados y excitados como para quitarse cualquier inhibición, así
que subieron al tráiler que traía el nuevo enamorado. Manejaron un par de kilómetros
hasta llegar a una parte despejada y se estacionaron a un lado de la carretera.
Ella ya estaba parcialmente desnuda, él ya iba con la bregueta abierta.
Solo bastaron un par de ajustes para que él la acomodara en
el asiento, con las piernas al aire, lista para recibirlo. Él se recostó encima
de ella, mordiéndole el cuello mientras se acomodaba para penetrarla. Cuando
estuvo listo, el tiempo y el espacio se fusionaron en mundos paralelos, como si
fuera una tétrica comparsa musical, donde el maestro destino dirigía a esos músicos
improvisados; en un solo movimiento, el caliente caballero penetraba a la
ardiente dama, exactamente al mismo tiempo, que ese esposo despechado terminaba
su pena, estrellándose en la parte trasera, de ese camión que era usado por esa
pareja, como si fuera un simple motel de tercera.
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